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Había un pueblo muy pequeño en el cual todos sus pobladores vivían de la producción de huevos. Cada familia tenía dos o tres gallinas a las cuales cuidaban con esmero cada día y los huevos eran conocidos por ser los mejores y más consumidos de la región; en ellos se podía sentir que eran producidos con amor, con esmero y dedicación. Un día llegó al pueblo una fábrica cuyo negocio era también producir huevos, pero de manera sofisticada e industrial. La empresa decidió contratar a la mitad de las personas del pueblo para que trabajaran en la planta turnos de 12 o hasta 16 horas.
Así las personas descuidaron su negocio artesanal de huevos; porque ya no quedaba más que tiempo para trabajar en la fábrica y apenas descansar un rato; pero los huevos de la fábrica no se vendían mucho por no tener la calidad a la cual se había habituado la gente. Al percatarse de esto, la empresa decidió acabar con la planta principal de la empresa y crear cientos de sucursales en la casa de cada persona del pueblo. Ahora la gente tenía tiempo para producir nuevamente huevos de calidad con amor y esmero.
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