El sistema aliena al hombre a tal punto de entender su trabajo como un asunto ajeno y distante, no la obra de su hacer, de su propia naturaleza. Su actividad es ajena, impuesta, forzosa. Impide la autorrealización, el desarrollo de sus dones. El trabajo muda a una manifestación de esclavitud y servilismo, la alienación de satisfacer necesidades primarias, que el entorno por sí mismo podría proveer. El sistema es el yugo del hombre, donde aquel que no trabaja, el burgués, posee al hombre y su trabajo. Negando su condición, convirtiéndole en simple mano de obra con un equivalente económico. El trabajador es utilizable, representa una cifra, es multiplicable. El sistema compra el trabajo del hombre, a su vez, el hombre compra la mercancía del sistema, a fin de cuentas el sistema siempre gana. La alienación hace creer que solo el sistema puede proveer el medio para subsistir, no permite desprenderse de él sin renunciar a la existencia misma. El sistema destruye la solidaridad natural, la cooperación mutua, generando miedo; enfrentando a los trabajadores con el pretexto de la competitividad. Mientras el alienado solo busca agradar a su patrón, garantizar la supervivencia. Ajeno a su propio potencial se vuelve menos persona y se ve reducido al papel de un objeto de uso. Sin conciencia, la masa crece incapaz de expresar sus ideas, ignorando sus capacidades. La escuela, medios de comunicación, religión, industria, economía, política, entretenimiento son las herramientas del sistema para manipular y adoctrinar a su mano de obra esclava. Tal alienación sostiene al sistema, no existe libre elección: elegir entre “supuestos” bienes, labor, empleadores, no suprime a los dominadores, instituciones, ni esclavos. No hay libre elección si tales bienes, elecciones, servicios, están arraigadas al sometimiento y el temor. La alineación del hombre, claro, dirá otra cosa.
Germán Camacho López
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