Creemos que lo moralmente admitido es lo correcto, así llevamos una existencia fría y desapegada, ante el hambre, la esclavitud, la humillación, el rechazo, la violencia que padecen otros. Lo moralmente aceptado es que cada quien luche por su propio bienestar y, acaso, el de sus seres queridos, sin mayores consideraciones éticas. La premisa es subsistir, ser competitivo, sobresalir entre rostros patidifusos y tristes. Entre hileras de semblantes agotados y figuras harapientas bajo la inclemencia del sol. Alaridos de inocentes, gritos que callan ante la voz de mando del sistema regente. Un horror que ocultamos subiendo el volumen de la tv. Nos acostumbramos a ello; al espectáculo grotesco que llamamos sociedad. Este ser humano desesperado no tiene reacción, ni deseos, es llevado al más bajo nivel de sobrevivencia pura y simple, entre las labores tediosas que le asignan. De vez en cuando asiste a una sala de teatro, el cine o un concierto, pero casi nunca se otorga el privilegio de tomar decisiones propias, que no se le hayan sugerido previamente. Procurando no quejarse, ser eficiente; un buen ciudadano, organizado y obediente de las normas. Alguien confiable capaz de cumplir órdenes. Adecuado para una sociedad fingidamente saludable.
Comiendo restos de animales putrefactos afanados entre moscas; descompuestos con minúsculas larvas en su interior. Verdaderamente una cuestión trivial, nada de qué preocuparse. Pues aquello moralmente aceptado, no importa si resulta ético o saludable. Como tampoco importa el frío de otros, su agobio ni su perdida. La modernidad es el campo de batalla donde desfilamos a trincheras invisibles que el sistema ha zanjado. Bien afeitados, erguidos y esbozando una sonrisa. Agradeciendo con garbo trabajos miserables, vidas miserables. Naturalmente, es el compromiso con el sistema y sus criterios. El hambre, el desamparo, la humillación y la rabia ante las injusticias se hacen tolerables en la imagen entrañable de los seres amados. La religión es un buen auxilio, un obstinado sentido del humor para vislumbrar la belleza de las sociedades de concreto que hemos erigido como fortalezas insalvables. Mientras convertimos la naturaleza en enemigo: árboles, ríos, montañas, atardeceres en cuyo lugar emplazamos política, economía, religión y futbol.
Los rumores de libertad y autonomía se acallan entre transmisiones y retransmisiones televisivas; mensajes contradictorios que muestran una humanidad en auge, a pesar de la guerra, la economía destrozada, la moral saqueada, los ancianos sollozando aterrados; los comerciantes quebrados, los vagabundos con carteles colgados al cuello, los niños hambrientos. El poder nunca legisla para el pueblo sino contra el pueblo. La violencia se atavía en la patética esperanza de que tales cosas cambien.
Desde luego, lo moralmente admitido es lo correcto. Lo religioso, lo político, lo social, lo sexual, lo cultural lo racial. Pero ante todo, esos valores prácticos que unen a los pueblos. Evitando que por un instante reconozcamos al ser humano que debíamos ser. Acaso, ¿queda algo de humanidad en un ciudadano común? Después de todo el rebelde, el inconforme, o el que piensa distinto, no tiene las cualidades que se adecuan al sistema: ser un esclavo orgulloso y altivo, capaz de ser instruido para comprender que su dolor cotidiano, la ausencia de alma que padece no tienen la menor importancia, por el contrario lo convierte en un ciudadano honrado y confiable. Sin reflexiones filosóficas ni urgencias de conciencia que lo impulsen al camino de la dignidad y los derechos. A manifestarse en contra de un sistema que considera rebelde a todo aquel que se oponga a su laurel de dogmas.
Germán Camacho López
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