Es mejor saber poco y
aprender mucho, que pensar que sabemos todo. Escuchar siempre y estar atento
para encontrar en las reflexiones de otros una fuente confiable, cuando menos
segura o bien intencionada. Los sabios no son solo eremitas de blancas barbas
que habitan las montañas. Muchas veces he acertado sabiduría en las gentes más
comunes y sencillas, como también en libros de caratulas modestas. No obstante,
es la disposición de creencias y valores lo que permite ser receptivo a tal sabiduría
cotidiana; así como el mejor mentor es, en ocasiones, una mirada o un gesto.
El saber siempre se
agita como hojas en las ramas de los árboles. En algún momento sentiremos que
hemos errado por desconocimiento, pero tropezar con la misma piedra más de tres
veces, es una necedad sin provecho; como lo es inquirir con saña la conducta de
los otros. Solo basta abrir el corazón a un universo sabio, para entender que
el camino del conocimiento es ajeno a la prepotencia, muy distante del ego. Que
entregar a otros lo poco que se sabe es alimento que nutre el alma, del mismo
modo que lo hace el escuchar serenamente. Dudar siempre como niños preguntando
todo, nos permite comprender que no basta el saber, sino el querer saberlo. Pues
por simple que parezca, solo conocemos que el agua moja la primera vez que la hemos tocado.
Así como nuestra sabiduría es una pequeña gota en el basto océano del
conocimiento y, lo que ignoramos, es el estímulo adecuado para estar en movimiento.
Sin embargo, el necio afirma su virtud con cada paso, se pavonea y jacta de
erudito, entretanto, el hombre sabio busca entre miradas y paginas ataviadas de
tinta, la virtud de un conocimiento que sabe se extiende más allá del horizonte.
Ha encontrado la antorcha que ilumina su camino.
Germán Camacho López
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