Tomar un café, un jugo de naranja viendo el
atardecer, el sol luminoso en las alturas. A la sazón de una buena charla, entre
líneas de una novela o, simplemente, en espera del anochecer. Creer o no creer en la mística religiosidad
de premios y castigos, distanciarse camino de reflexiones más técnicas o intuitivas;
sentir las pinceladas de la transfiguración que acierta a Dios en la belleza
natural, en la energía del cosmos, como un mar infinito que lo alberga todo.
En la noche, el sol descansa dando paso a la
trasnochadora luna. Nos recuerda que en verdad morimos
muchas veces durante una misma vida, que el cuerpo físico es tan solo células
que van naciendo mientras desechamos otras ya obsoletas y, así, pasamos de infantes
a niños, luego púberes. Y morimos de nuevo abandonando el viejo cuerpo para ser
adolescentes camino de hacernos jóvenes adultos. Al final, agotados por el ciclo
de transmutaciones la senectud nos lleva
hacia el descanso. Sin embargo,
maravillosamente la conciencia sigue conservando el recuerdo de tales eventos.
Este viaje de cambios
corporales, muertes y renacimientos demuestra que la conciencia no está sujeta
al cuerpo físico. Prueba ineludible de nuestra inmortalidad. Esa conciencia
juguetona va a su lugar de descanso, a recuperar los bríos tras la extenuante
aventura, pero pronto y, es esa su naturaleza, pide emprender un nuevo viaje. Vestir
otros cuerpos físicos, afrontar disímiles retos.
ERES LA CONCIENCIA, NO
EL CUERPO.
Germán Camacho López
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