Una vez cerradas las puertas del
matadero, las victimas se dan cuenta que están atrapadas en aquella red, y el
desenlace será la muerte. Un sentimiento de profunda soledad les embarga, la súbita
separación de sus seres queridos, padres y crías, se entremezcla con el miedo
en aquel exilio que se prolonga eterno. Entienden que no es una separación temporal,
que ya no habrá una caricia, un abrazo, ningún gesto de cariño. Sumidos en la
barbarie humana, que por mero orgullo, les considera su alimento. Impedidos de
reunirse nuevamente, comunicarse, entender las particularidades de tan horrendo
destino. La incursión brutal a su existencia, proferida por enfermos sin
sentimientos que demandan en multitud sus carnes. Una situación sin salida
posible, sin cabida para las palabras “compasión”, “respeto”. Un sinsentido que
propende la satisfacción de paladares, quienes niegan la vida que habita al
interior de aquellos inocentes, tan solo por hábito. Limitados a la urgencia de
la muerte como único recurso, con el corazón y la carne reducidos a fórmulas, entre
dolorosos estertores. Imaginando sin cesar la libertad que hubo (ahora
totalmente ilusoria) en una condena sin juicio, piedad ni respuestas. Mudados a
simples objetos que atestiguan ídem escena: corazones sangrantes y entrañas vacías
en un ejercicio maquinal de muerte, sabiendo que el turno aguarda en aquel
monologo obstinado y enfermizo, entre muros áridos de toda cordura. Crías que
añoran volver a los suyos, prisioneros que comprenden el designio macabro;
resignados a sufrir, a entender que el odio humano es más fuerte que su ansia
de ser libres. Amistades que emergen por encima del sufrimiento y el miedo, mientras
se aguarda el turno para ser destazado. Que arropan la separación brutal, acertando
que serán los de sus compañeros de presidio, los últimos rostros que vean. Y ese
sentimiento llena los últimos segundos de vida, reemplazando la fisonomía de
los seres queridos. Hijos que apenas vivieron junto a sus padres, y aguardan
con toda inquietud volver a reunirse, en una nostalgia que jamás será acallada.
Esa nostalgia que aviva una fútil esperanza, porque el destino está echado y el
doble sufrimiento servido, entre el olor mortecino y los hombres entregados a tal
orgia de muerte. En un espacio tan pequeño que resulta imposible estar ausente
al dolor de quienes van cayendo, mientras una emoción imprecisa y un deseo
irrazonado, aboga por un milagro que apresure la marcha atrás en el tiempo, y
que el puñal abrasador se desdibuje como un sueño. Algunos, seguramente, se
abandonan a la imaginación, añorando que voces y pasos familiares se escuchen
en medio de una pradera. Pero esos ruidos no llegan o son reemplazados por los
gritos que reconcilian la realidad con todo su horror. Entonces aceptan su condición
de prisioneros sin delito, condenados a muerte, reducidos a un pasado de
recuerdos al que tendrán que renunciar en breve, sufriendo las heridas más
terribles que su pueden infligir a un inocente. La vida se acalla en un eterno ¿Por
qué? En un impasible aislamiento, en la amargura que quiebra el valor; en la tensión
del último esfuerzo por liberarse, en el derrumbamiento final. Y los recuerdos
se hunden en un abismo. Ya no hay porvenir. Los parpados bajos se relegan al
dolor, se rehúsan al combate, se recompensan en un impenetrable silencio; la
sangre fluctúa y la vida pierde su norte. Dejando tan solo cuerpos estériles
entre sombras errantes, que una vez se arraigaron con todas sus fuerzas a la
vida, a las circunstancias dichosas de la brevedad de su tiempo.
Los temblores finales son el único escape
del odio de los hombres, y el tren de la imaginación se torna silencioso,
obstinadamente silencioso. Ya no existe la presión del tiempo, la tortura de la
espera, el sonido seco de los cuerpos cayendo, el olor nauseabundo, la libertad
perdida. La evocación final del tiempo junto a los suyos, muta en un vuelo de
gaviotas que lleva su alma a una tierra de luz, un alma irremplazable que la
humanidad ignora habita dentro de cada uno de ellos.
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